Siguiendo con nuestro análisis del proyecto de Ley de la Cinematografía y del Audiovisual Peruano, haremos algunos comentarios respecto de los rasgos generales de la norma y de lo que parece ser su fuente de inspiración.
En particular, me llamó la atención el hecho que la exposición de motivos del Proyecto se refiriera en términos más o menos cariñosos a lo que sería la «primera normativa realmente relevante en este campo«, en clara alusión al Decreto Ley 19327 del 28 de marzo de 1972, Ley de Fomento de la Industria Cinematográfica, promulgada por el Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada. Las claves introducidas por la legislación velasquista para promover al cine fueron las siguientes: (i) una reducción de aranceles, (ii) un régimen tributario beneficioso por espacio de quince años, (iii) la exhibición obligatoria para las películas nacionales en las salas de cine; y, (iv) créditos ventajosos por parte de la Banca Estatal de Fomento. Como se puede ver, la misma fórmula, sólo que cuarenta años después.
Se señala que gracias a estas medidas, el Decreto Ley 19327 «impulsó decisivamente esta actividad en el país«, permitió que se forjara la gran mayoría de los profesionales audiovisuales y se produjeran más de sesenta largometrajes y mil cortometrajes premiados en diversos certámenes internacionales. No obstante, veremos cómo es que estas apreciaciones podrían no ser correctas.
Cifras de desempeño
Más allá de la nostalgia que parece es inherente a nuestra condición, recordemos a Jorge Manrique, lo cierto es que la ley velasquista no produjo más cine que la legislación posterior, es decir que la Ley N° 26370, Ley de la Cinematografía Peruana, promulgada por Fujimori el 18 de octubre de 1994.
Desde la aprobación de la primera ley del cine, durante el Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada, se han hecho en el país unos 152 largometrajes. Si descomponemos las cifras por periodos, veremos cómo es que durante la vigencia del Decreto Ley 19327 (1972-1993) se produjeron 71 largometrajes, un promedio de 3.2 cintas por año. Sin embargo, la Ley fujimorista (1994 – 2011) muestra un desempeño superior, con 81 largometrajes en un tiempo menor, un promedio de 4.5 cintas por año, es decir, un 39 por ciento más al año. Durante el período que estuvieron vigentes la mayoría de las exoneraciones tributarias (1972-1986) se hicieron menos largometrajes (2.8) que cuanto estos beneficios tributarios desaparecieron (1987-2011), periodo en el cual el número de cintas por año fue de 4.36. No parece haber razón para tanta melancolía.
No obstante, aún cuando las cifras de este último periodo son claramente superiores al periodo de vigencia de la Ley de 1972, no podemos decir ni mucho menos que el Perú cuenta con una industria cinematográfica, en lo que esto implica de producción masiva, continua y en parte estandarizada, en realidad más pareciera que el cine peruano es todavía una actividad cuasi artesanal.
El infierno es el otro
Los ideólogos del Proyecto parten de la premisa de que el origen de las penurias del cine peruano está en la invasión del cine norteamericano, el cual es exhibido masivamente en las salas cinematográficas locales, en franca discriminación y competencia desleal con respecto a la producción nacional. Rizando el rizo, también se desliza la idea de que esta invasión del cine del Tío Sam ha terminado por embrutecer al público peruano y que es por ello, que ya no es capaz de responder a la oferta artística de los realizadores locales.
El remedio que se nos ofrece para frenar la invasión del Tío Sam y la angurria rentista de los exhibidores locales es más de Velasco y Fujimori: más presupuesto estatal, subsidios cruzados, reeducación del espectador nacional y disciplina a los propietarios de las salas de cine.
En este contexto, si el objeto de desarrollar una industria a partir de una cascada de dinero público es discutible, la tarea de encauzar los gustos de la parrroquia es una batalla perdida.
Sobre esto último, Miguel Littín luego de su paso por la empresa estatal Chilefilms en 1972, declaró en Primer Plano (aquí) que la única forma para imponer un modelo de cine revolucionario era nacionalizar las redes de distribución y exhibición, pues «si ese mismo poblador va a concurrir a una sala, durante tres horas, para ver una obra que lo colonizará culturalmente. ¿Puede competir una obrita de 5 minutos contra otra de 3 horas de duración?«. Al menos lo tenía claro.
Creo que las debilidades del cine local no están sólo en la invasión yanqui, en la angurria de los exhibidores o en la alienación de los espectadores. Todos estos colectivos actúan racionalmente de acuerdo con determinados incentivos. En lugar de odiar al otro, intentaremos entenderlo en otras entradas.
En la imagen: Madeinusa (2005) de Claudia Llosa.