No es un secreto que Internet es un potenciador de la economía global, que aporta hasta el 3% del PBI en algunos países. Según estudios del Boston Consulting Group y McKinsey & Company, si Internet fuese una industria equivaldría a la industria de hoteles y restaurantes de Argentina, a la industria minera en Brasil y estaría entre las diez más grandes empresas mexicanas. No hay duda, pues, que Internet dejó hace muchos años de ser un espacio exclusivo de actividad académica, ocio y entretenimiento para convertirse en una plataforma promotora de la innovación, competitividad y emprendimiento donde constantemente interactúan ciudadanos, gobiernos y empresas en el denominado ecosistema digital.
Sin embargo, dicho ecosistema no está libre de la injerencia del Derecho, que puede actuar ya sea promoviendo y consolidando su crecimiento como desincentivándolo. Lamentablemente, existen muchos ejemplos en los que suele ser más común lo segundo. Por ejemplo, en China existen brigadas digitales dedicadas a vigilar y censurar la conducta de los ciudadanos en la red o países como Ecuador donde las afectaciones a libertad de expresión están cada vez más institucionalizadas. También, intentos como SOPA en EE.UU. donde la propiedad intelectual se convierte en el eje central de defensa en una propuesta apartada de equilibrios constitucionales esenciales.