Existen numerosas razones por las que es necesario un abogado.[1] Además de las razones formales (defensa cautiva), existen razones prácticas por las cuales no cualquiera puede aproximarse a un problema jurídico y elaborar estrategias de respuesta. Algunas veces, incluso para situaciones que no requieren de un abogado, muchas personas recurren a un abogado porque necesitan que alguien más los ayude a navegar el mar de documentos y normales legales que tienen que revisar para tomar una decisión, solicitar un permiso o resolver un problema. En general, esta situación no es exclusiva de los abogados sino que es otra manifestación del sistema de especialización de labores sobre el que se funda nuestra sociedad. Sin embargo, incluso cuando sabemos exactamente qué es lo que tenemos que hacer (ej. declarar impuestos, registrar una marca) recurrimos a un abogado porque los documentos en los que están las instrucciones nos resultan difíciles o imposibles de entender.
El formato actual de las leyes es un legado de un mundo muy distinto al que conocemos hoy. La idea de imprimir leyes y hacerlas accesibles surgió en una época en la que los recursos lingüísticos y de impresión eran muy limitados. Con el paso del tiempo, hemos descansado sobre la convención de que las leyes deben de estar escritas formalmente y con el mayor nivel de precisión posible, aunque eso signifique sacrificar su comprensión. Afortunadamente, desde hace algunas décadas ha crecido un movimiento en favor de la claridad y facilidad del lenguaje jurídico consagrado en las leyes. En cambio, aunque hoy nuestras imprentas y métodos de diseños son muy superiores a los que teníamos cien o doscientos años antes, no ha cambiado para nada el formato en el que publicamos nuestras leyes. Nuestros cuerpos legales siguen siendo un texto en prosa ordenado en encabezados y artículos y con una seria propensión a las doble negaciones, la voz pasiva y el punto y coma. Los abogados, acostumbrados a lidiar con este tipo de textos, resultan en mejor posición para poder dilucidarlos que la persona común y corriente.