The Wire (El cable) fue una serie de televisión norteamericana transmitida por HBO. Ambientada en la cuidad de Baltimore, la historia se centra en un operativo de escuchas telefónicas realizadas por un grupo especial de la policía local. La clave de la serie está en desnudar los vicios de diversas instituciones de la comunidad y de su extraña habilidad para sabotear sus aparentemente nobles intenciones de poner orden en medio de un espantoso caos urbano, plagado de delincuencia callejera y marginales de toda clase y especie. Es una serie de lo más recomendable.
A lo que nos interesa. En la tercera temporada aparece uno de los personajes centrales, un tal Marlo Stanfield (aka «black»), a la sazón, un pandillero que termina manejando una de las bandas locales dominantes del negocio de distribución de droga. Como este tipo es hábil y sabe que la policía, con el inefable Jimmy McNulty (Dominic West) a la cabeza, le sigue los pasos, decide manejar sus contactos y negocios a través de la red de telefonía celular convencional. Para evitar que la policía pueda rastrear los equipos de su banda y enterarse del contenido de sus comunicaciones, uno de sus soldados compra cada semana nuevos equipos, siempre en una docena de tiendas minoristas en un largísimo periplo; los antiguos celulares son desechados. No adelantaré como la policía logra echarle el guante a este mafioso posmoderno, pero lo importante es la reacción de una banda de delincuentes frente a una acción gubernamental.
Hace un par de meses se ha presentado en el Congreso de la República, un Proyecto de Ley (No. 1804/2012-CR) que establece medidas para verificar la autenticidad de la identidad de quienes compran un celular y para limitar el número de adquisiciones de líneas celulares, evitando -supuestamente- su venta «indiscriminada». De acuerdo con el Proyecto, si una persona desea adquirir más de cinco líneas prepago o diez postpago, deberá acreditar su identidad (persona natural) o representación (persona jurídica) en las oficinas o centros de atención sometiéndose a un «mecanismo electrónico de verificación» (si eso dice), además de la firma de una declaración jurada. Se restringe a diez, el número máximo de líneas prepago que puede adquirir una persona natural; y, en el caso de las personas jurídicas, si estas adquieren más de diez líneas postpago, el desembolso para adquirirlas deberá realizarse mediante tarjeta de crédito o cuenta bancaria. La motivación para este Proyecto es llanamente que «un celular en manos de un delincuente puede ser un arma peligrosa» (sic).
Podríamos discrepar respecto de si un celular en manos de un avezado hampón, de un arriesgado Fagin moderno, es una peligrosa arma, tal vez lo podía ser en los años ochenta, cuando un terminal celular pesaba más de medio kilo; sin embargo, lo seguro es que podría ser una herramienta útil de coordinación para perpetrar actos delincuenciales. Pero más peligroso que un celular asesino puede ser una mala regulación.
El hampa utiliza para sus fines una serie de herramientas e instrumentos que suelen estar bajo el más estricto de los controles gubernamentales y no por ello dejan de utilizarlas. Por ejemplo, las armas de fuego. En el país, la tenencia de armas de fuego está sujeta a una serie de requisitos administrativos, como su registro, amén de superar una exigente -se supone- prueba sicológica. Sin embargo, los delincuentes, que no creen en esa entelequia de que la ley no permite robar un banco, las utilizan continuamente sin ningún rubor. Las consiguen impunemente en el mercado negro o se las arrebatan directamente a las fuerzas de seguridad del Estado. Otro ejemplo, como eso de ir robando a pie no es eficiente, la delincuencia utiliza automóviles, y los automóviles en el Perú también están registrados, tienen un distintivo que los identifica (placa de rodaje) y sus titulares tienen que tramitar una tarjeta de propiedad. A pesar de estos controles, existe un mercado negro de automóviles para realizar atracos y, en mayor medida, una intensa actividad delictiva para conseguirlos, digamos que «prestaditos». Eso si, no se asegura la integridad del bien cuando es devuelto, si acaso se hace.
Si bien ya resulta sorprendente que se pueda comprar una Beretta M9 en efectivo y se pretenda prohibir la adquisición de un puñado de celulares, resulta cuestionable que quienes propugnan el Proyecto no hayan pensado cuál sería la reacción de los delincuentes ante su novedosa regulación. Como Marlo Stanfield en The Wire, la reacción del hampa no será limitar el uso de estos aparatos, sino, a adquirirlos de las más diversas formas ilícitas, que para eso son lo que son. Como sólo los delincuentes más tontos comprarán celulares utilizando su documento de identidad -tampoco serán muy peligrosos-, los más avezados en el cuento, lo harán agenciándose identidades falsas o con documentos robados (no me creo eso de mecanismo electrónico de identificación); pero la más de las veces, procederán a robar los equipos a los sectores más vulnerables de la población (ancianos, mujeres y niños). Es decir, como ya el costo de robar un banco o una joyería es de por sí alto para un delincuente, es seguro que estará dispuesto a asumir un costo claramente menor, como es el de robar un celular a un chico de quince años a la salida del colegio.
En este contexto, se me ocurren mejores alternativas para luchar contra la delincuencia, por ejemplo, que el Estado utilice de forma eficiente nuestros impuestos o lo que es lo mismo que la policía detenga a los delincuentes y los meta en la cárcel, que los fiscales investiguen sus fechorías con cuidado y acumulen pruebas que aseguren que no saldrán a las primeras de cambio, que los jueces se preocupen más por los que no dormimos a diario en el «bote» y que las autoridades penitenciarias instalen, de una vez por todas, equipos que inhiban que los hampones utilicen equipos celulares desde los centros penitenciarios y, además, cosa importante, que estos bloqueadores funcionen. Aunque esto último tal vez sea mucho pedir.